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Tribuna:

Exorcismo

Exorcismo. Hay kurdos en todas partes. Los he visto de rodillas en las aceras de Madrid y también en la Quinta Avenida de Nueva York dentro de un cubo de basura junto a lasjoyerías más farnosas. Sé muy bien que existen tiranos de labios gordos con revólver o sin él; genocidas de ojos azules y venillas de alcohol en la nariz; dictadores blancos, negros, mestizos, con barba, rasurados, vestidos de paisano, con uniforme militar o sotana. Campamentos de refugiados que huyen de los bombardeos de Sadam Husein o extensiones humanas de miseria que son aplastadas por nuestra indiferencia se extienden en los suburbios de cada ciudad. Los pacifistas muestran una disposición natural a la congoja frente a esta crueldad rutinaria, pero ya que ningún corazón verde o rojo tiene lágrimas ni gritos suficientes para ser un buen testigo, por mi parte he decidido convertirme en un pacifista especializado. Lloro por la desgracia de los kurdos, maldigo la impiedad de Sadam, me estremecen los tanques soviéticos en las calles de Vilna. Recuerdo con espanto la sangre de los estudiantes en la plaza de Tiananmen. Pero oigo tal escándalo en Occidente cuando estas atrocidades suceden que me doy por satisfecho y no hablo, puesto que no podría añadir a tanta ira nada más. En cambio, si la barbarie proviene de países democráticos y las matanzas más terribles las deciden unos políticos rubios que han estudiado en Yale, no escucho sino el silencio manipulado, las reservas nientales o los argumentos hipócritas de mucha gente que se cree fina. La voz hay que levantarla en ese momento para que se sepa que en nuestro interior también habita un asesino capaz de cebar con armas a cualquier dictador; un genocida que ha olvidado el exterminio que el hambre produce en muchos lugares del planeta, un tirano que se complace engendrando a otros tiranos. Cuando uno protesta contra esta ferocidad, que es la nuestra, sólo está realizando un exorcismo. Mandar ropa a los kurdos es fácil. Lo difícil es llorar por nosotros mismos.

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